Antonio Ortega tiene dos almas. La una es como las almas todas: alma de tomar y usar. Un alma cotidiana para sentir, es decir, para amar y sufrir; la otra es la que le sale por los ojos cuando quiere y no. A fragmentos.
Me explico: es ésta un alma ingobernable. No es de lunes a viernes, acaso sábados a la mañana y domingos por la tarde como es la otra. Ésta es cuando ella quiere y se le ruega y se le conquista; a veces se le convoca y no aparece, no es considerada. El alma fragmentada de los ojos de Antonio Ortega vive para el arte, y en el arte, y trata casi siempre de pintura con la misma irreverencia que le caracteriza: tiene la osadía que le avala su poder creativo. Aunque no por ello, el alma de los ojos de Antonio es alma loca. No nos confundamos: su frescura no es improvisación. El alma de los ojos de la pintura de Antonio es alma sabia, abonada (contradictoriamente a su rebeldía, a su inconformismo) al trabajo de búsqueda, y preparada siempre para sorprenderse ágil cuando concurre el misterio.
Es vieja sabedora: dominadora de técnicas (las texturas son un ejercicio de dinamismo sobre las capas y veladuras que conforman el andamiaje y el discurso de los conceptos); manejadora de instrumentos y realidades (el formato expreso del cuadrado como ventana para mostrar el equilibrio de una naturaleza compuesta de seres y cosas -pequeños seres, pequeñas cosas- mimetizados en el discurrir concreto de lo cotidiano).
Conocedora de los vastos conocimientos (la parte por el todo, el fragmento como esencia, contenedor de lo unitario), los olvida integrándolos en cada obra para aprender de si misma y reinventarse, y reinventar la mirada, que en los ojos-lienzo, que en los lienzos-alma de Antonio Ortega, nos habla de pintura intemporal: tan provocadora, tan moderna .
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